Se aproximan las elecciones regionales y es probable que la abstención siga siendo uno sus elementos distintivos. Entre las variadas propuestas que se han presentado para afrontar esta dificultad, en mi sentir, una de las rutas posibles es el voto obligatorio. Al respecto, se han presentado diversas lecturas. Hay quienes defienden el voto obligatorio con hipótesis categóricas, pero carentes de apoyo empírico. Por ejemplo, afirman que la obligatoriedad del voto aumentaría la legitimidad del Estado y la conformación de la voluntad democrática. Otros, controvierten la propuesta tachándola de antidemocrática y totalitaria; argumentan que socavaría la libertad del voto.
Ambos costados parten de una misma actitud, asignan virtudes naturales y místicas a la democracia. Bien sea para atacarla o defenderla, proyectan virtudes casi religiosas a la relación voto-democracia como si ella fuera la mejor forma de gobierno y manifestación libre de la voluntad electoral. Nada más lejano a la realidad.
Ahora bien, con esta reflexión no pretendo atacar la democracia y el voto, sólo quiero pasar la relación por un análisis pragmático para quedarnos con lo que, en términos reales, ella puede hacer. Mi lectura no es muy original. En un libro llamado “Qué esperar de la democracia. Límites y posibilidades del autogobierno”, el profesor Adam Przeworski, sostiene que la democracia (i) no tiene la capacidad de generar igualdad socioeconómica; mucho menos, puede (ii) generar una participación política efectiva; tampoco permite (iii) asegurar que los gobiernos se sujeten a las formulaciones jurídicas; y finalmente, tendría dificultades para establecer un (iv) orden sin violentar los derechos fundamentales. Al parecer, para el profesor, lo que queda de la democracia es bastante precario.
Sin embargo, el llamado no es a la desesperanza. La democracia y el voto propician la disputa entre diversos grupos por la influencia política y su alternancia, disminuyendo el riesgo de que ello suceda por medio del uso de la fuerza-violencia. El hecho de poder elegir y cambiar a quienes gobiernan, sin que se inicien cruzadas de violencia, es un argumento meritorio para promover con firmeza nuestra convicción de autogobierno democrático. Otro argumento para defender la convicción democrática, y su materialización por medio del voto obligatorio, es que la relación voto-democracia fomenta, por medio de la disputa por él, la necesidad de una relación entre gobernantes y gobernados. Ello no supone que esta sea una relación sincera, sólo que existe un autointerés en ambos que promueve el autogobierno y el control del gobernante.
De lo anterior podría inferirse que en la medida que el voto obligatorio crea una cultura democrática de resolución pacífica de las disputas electorales, llevando a los ciudadanos a envolverse en dicha práctica, a largo plazo, podría generar una cultura política pacífica.
Igualmente, toda vez que la disputa por los votos propicia el ingreso de nuevos agentes, podrían aumentar las relaciones entre gobernantes y electores. A mayor número de votos, mayor número de relaciones, es decir, más control para proteger el mutuo interés que persiguen electores y elegidos. El voto obligatorio, propicia, bajo la idea de autogobierno, menos violencia y más control de los electores a los gobernantes.
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